En mayo, y antes, ya estábamos cocinando WATIF, y tocando mil y una puertas. Una de ellas se abrió y nos permitió ir a Sarajevo (Bosnia y Herzegovina) a aterrizar y defender nuestro proyecto en el contexto del congreso anual del Instituto de Prensa Internacional. Ya que íbamos, rebusqué y di con un lugar que quizás pudiera enseñarme algo de un campo que nos interesa especialmente: la educación. Fui y te lo cuento.
🚀 Esto es WATIF chill, la newsletter en la que reflexionamos sobre este mundo cambiante desde un punto de vista más personal. El resto es… el finde.
Emilio da a menudo charlas en institutos. «Estoy preocupado por la desmotivación que encuentro», nos contó un día por Whatsapp, «y creo que no es por la chapa que les meto». Coincidió con las semanas previas a ir a Bosnia en las que yo no paraba de buscar a alguien que me diera pistas sobre algo que reportear allí. Ya que íbamos… La oportunidad se alineó con la causalidad y, esa misma tarde, conocí a Pablo Chabalier, un graduado en Políticas de 23 años con ganas de comerse el mundo. Este chico, en las antípodas emocionales de la desmotivación, me contó que estudió el bachiller becado en un colegio en Mostar, una ciudad 130 km al sur de Sarajevo. Intuí que su actitud entusiasta no era una rareza en ese lugar: había que ir a ver por qué.
Ya en Sarajevo, madrugo y cojo un tren que serpentea a la par que el río Neretva entre colinas, montañas y pueblos. El recorrido hasta Mostar sirve para repasar el contexto de dónde estoy. Mirando por la ventana, las cúpulas que destacan en la capital son de iglesias ortodoxas y mezquitas. A los pocos kilómetros, solo se ven mezquitas. Conforme te acercas a Mostar, aparecen las iglesias católicas. Son los templos de las tres etnias que se mataron1 en la guerra de los Balcanes en los 90, algo que los agujeros de bala en muchas fachadas de ambas ciudades se encargan de recordar. En 1995, serbios (ortodoxos), bosniacos (musulmanes) y croatas (católicos) cosieron como pudieron sus diferencias para parar el conflicto.
En Mostar, hogar de bosniacos y croatas, la costura la marca el río: al este, mayoría de los primeros; al oeste, de los segundos. Barrios diferentes, equipos de fútbol diferentes, colegios diferentes. Es por todo esto, y en especial por la segregación educativa, que UWC (Colegios Unidos del Mundo) decidió abrir uno de sus centros en esta ciudad, «con el objetivo explícito de contribuir a la reconstrucción de una sociedad» dañada por un conflicto.
Esta mezcla de ambición e idealismo es característica de la organización UWC, que educa a más de 10.000 jóvenes de entre 16 y 19 años2 en 18 colegios de cuatro continentes. UWC se define como «un movimiento global que convierte la educación en una fuerza para unir a las personas, las naciones y las culturas en favor de la paz y un futuro sostenible». Si te quedas igual, te lo intento sintetizar:
Los Colegios Unidos del Mundo son institutos de origen (1962), sin duda, elitista y aristocrático. Sin embargo, también son profundamente idealistas, promoviendo valores como la interculturalidad, el pacifismo y la corresponsabilidad por un mundo mejor. Hoy en día conviven dos realidades. Por un lado, son destinos educativos habituales de vástagos reales, como Sofía y Leonor de Borbón, que estudiaron en la sede de Gales (un castillo). Por otro lado, casi todos sus alumnos están becados (un 80 por ciento). Su método de enseñanza (Bachillerato internacional) presume de ser flexible, de fomentar el pensamiento crítico, y muchas universidades ya lo priorizan.
Camino desde la estación de Mostar hasta un edificio imponente de la época austrohúngara. La tercera planta la utilizan para el UWC Mostar, pero el resto es un instituto público de la ciudad. Adla y Haris, relaciones públicas y director de desarrollo, respectivamente, me lo explican. En las plantas del instituto bosnio, los alumnos croatas y bosniacos acuden a clases distintas. En el tercer piso, el de UWC, no pasa eso. «Somos el único colegio [de la ciudad] que junta a las tres etnias bajo un mismo techo», me dice Haris. Cada generación tiene unos 100 alumnos de todo el mundo, entre los que hay «24 estudiantes bosnios con beca completa».
Salgo a una mesa exterior, desde donde observo a alumnos entrar y salir del recinto. Mientras espero, tiro de estereotipos para tratar de adivinar el origen de cada uno: más de 50 nacionalidades por generación; muchas más chicas que chicos; sé que aquí han estudiado estos años refugiados, ucranianos, israelíes, palestinos, el sobrino de Kim Jong-un. Para ayudarme a entender qué significa estudiar el Bachillerato Internacional en un sitio así, se sientan conmigo una profe y dos alumnos: Ivana, Gabriel y Ana.
Ivana da clases de español: «Creo en la misión de los UWC: la interculturalidad, una vida sin fronteras». Es de Belgrado, de origen ortodoxo, y tiene dos hijos con su pareja, musulmán. Esa misión de la que habla es algo que todos tienen muy presente, se repite a menudo: hay una consciencia colectiva de estar aquí para mejorar el mundo. Repiten consignas como «educar a líderes globales» o hacemos «game changers»3. ¿Esto motiva o presiona? Ana, de la isla de Mauricio, me dice con acento francés que «al principio puede asustar un poco», pero ya no. «Vine pensando en cambiar el mundo, pero el mundo me cambia a mí. Con acciones pequeñas, podemos tener un impacto grande».
El plan de estudio incluye 150 horas de servicios a la comunidad (CAS4). A Gabriel, uno de estos proyectos le ha robado el pelo que lucía cuando llegó becado desde Brasil: «Estoy calvo porque varios compañeros decidimos donarlo para hacer pelucas». Otros ayudan en los campos de refugiados repartidos por el país o dan charlas en colegios locales, lo que ellos decidan. Es un estilo educativo que busca que seas autónomo, que pienses, también que discutas. Y es exigente.
Me gustaría escuchar más fuera de las paredes del cole. Paseo por Mostar pensando en cómo se tomarán aquí que un cole de fuera venga a ayudarles con su proceso de paz. Haris ha ironizado con que «al menos ya no creen que somos espías». Recuerda cómo la movilización de sus alumnos en unas inundaciones de 2014 mejoró la percepción de los vecinos. Haber conseguido que las dos bandas de música de la ciudad, la bosniaca y la croata, toquen juntas a puerta cerrada lo consideran un logro. «El avance es limitado», me dice una chica de Mostar.
Paro a tomar un café espeso (aquí son así) en una terraza, y dos alumnos que me han visto antes me piden que me siente. Son bosnios becados por UWC. Son muy amigos, y de etnias distintas, pero no están bien. Necesitan desahogarse, que su voz se oiga, pero me piden no decir sus nombres: «Estudio aquí porque me da la oportunidad de ir a una buena universidad, pero preferiría estar en mi casa», dice uno de ellos al que la convivencia con desconocidos se le hace dura. Hablan de un choque cultural entre sus compañeros y sus valores tradicionales: «Hacen leer libros [LGTBQ] que van en contra de la religión de algunos compañeros. Dicen [en UWC] que son liberales. ¡Liberal es respetar todas las opiniones!». También me indican que, si van a la uni fuera del país, quieren volver después a construir Bosnia, trabajar por la comunidad. Esto último es una constante en todos con los que hablo: nadie me dice que quiere hacerse rico en Silicon Valley.
El último café es con Ema: bosniaca, cosmopolita, exalumna de Mostar. Le hablo sobre el estudio de Harvard que elogió cómo UWC fomenta que los alumnos discutan; no se evita el conflicto. Le pido ejemplos. Este año el principal es «puro UWC», me dice. «Muchos exalumnos retiraron sus donaciones al colegio (una fuente importante de financiación) por no hacer una declaración contra los bombardeos en Gaza». La tensión es alta, «pero nos educan para esto», sentencia orgullosa. Ha estudiado psicología y neurociencia en Portland. También quiere acabar en su país.
Ema me habla de una adolescencia en la que ya veía el mundo a lo UWC (tolerancia, curiosidad, idealismo), lo que sin duda tuvo mucho peso en que la escogiera el comité de selección (así se entra a estos centros). Amaya Echalecu, miembro de uno de estos comités, me contaba que lo académico cuenta lo mismo que el nivel de curiosidad o las ganas de cambiar el mundo.
La mezcla socioeconómica, cultural y de nacionalidades de los alumnos de UWC es buscada. Amaya cree que es lo que los hace diferentes, su gran activo, y se adivina también algo de pragmatismo entre tanto idealismo. «Las redes de contactos que abren los alumnos ricos al resto hacen que el impacto se multiplique». El mundo funciona así. «Pero hay otra clave», me contaba Pablo antes de venir, «los profes creen mucho en los alumnos», por eso todos se atreven a hablar.
Me tengo que volver a Sarajevo. En el tren, pienso en lo que he visto. He hablado con estudiantes que se sienten importantes, motivados. Los que lo pasan bien y los que lo pasan peor tienen voz propia, la levantan y se mueven. Quieren cambiar el mundo, empezando por una Mostar que todavía arrastra las heridas del pasado. Y aunque sé que el modelo completo de UWC es difícilmente replicable más allá de sus centros, o de sus arcas, hablar con todos esos chavales me devuelve el optimismo.
Para miradas más profundas sobre el modelo educativo (Bachillerato Internacional) de UWC aplicado en otros centros de España, lee aquí o aquí.
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En algunos centros, como en el UWC Maastricht (Países Bajos), también estudian alumnos a partir de los 11 años.
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Me encantó leerte Bosco. Fascinante que nos compartas este tipo de experiencias viajando por el mundo. Lo de UWC me hace preguntarme qué tan "liberales" son y hasta qué punto incentivan el pensamiento crítico, o si por el contrario están haciendo un adoctrinamiento disfrazado. Saludos!
Brutal este post, Bosco! Siempre pienso en lo importante que es revolucionar los modelos educativos y la poca investigación que se hace en esta área. Me gusta especialmente lo de que incorporen las horas de servicio a la comunidad! :)